
Cuando en el siglo XVII, en Afganistán, Shaq Shuja recuperó la corona del país destronando a Dost Mohammed con la ayuda del ejército de la Compañía Británica de las Indias Orientales, la entrada celebratoria en Kabul tuvo un tono algo diferente a lo que se esperaría. En vez de gritos de alegría o de protesta, las calles recibieron a su monarca exiliado con silencio, describiéndolo los historiadores de la época como “una marcha funeraria”.
Donald Trump no ha sido recibido en silencio por sus seguidores, que han sido de todo menos poco vocales al expresar su alegría por la vuelta a la Casa Blanca del presidente. Sin embargo el silencio en este caso ha venido de la otra parte, la de sus críticos. Y es que, si en 2016 su llegada a la presidencia se recibió con protestas multitudinarias constantes y un clima general de resistencia, esta vez el panorama no podía ser más diferente. Puede tener que ver con el cansancio o incluso con las amenazas de retaliación contra sus opositores, pero Trump ha llegado al poder con un silencio extraño. Es en esta mezcla entre silencio y poder que se está moviendo la segunda legislatura de Donald Trump hasta tal punto que es legítimo preguntarse, ¿quiere acaso convertir Estados Unidos en una monarquía con él mismo a la cabeza? Esta pregunta es especialmente relevante si vemos el mensaje que puso el propio Trump en su cuenta de Truth Social en febrero de este año:

FDR en la cúspide de sus poderes
Para entender cuál es el poder que puede llegar a tener un presidente de los Estados Unidos debemos ir al presidente que más ha ostentado este en la edad Moderna del país: Franklin Delano Roosevelt. El propio Trump ha confesado su admiración por el expresidente, llegando a decir que él aspira a tener el control de FDR en la cúspide de su poder.
Franklin D. Roosevelt alcanzó una concentración de poder presidencial sin precedentes en la historia de Estados Unidos, particularmente a través de la expansión del aparato administrativo federal y la consolidación de la autoridad ejecutiva durante momentos de crisis. Su administración estuvo marcada por una serie de medidas que, si bien respondían a emergencias nacionales, también redibujaron los límites tradicionales de la presidencia.
Desde su llegada al poder en 1933, en medio de la Gran Depresión, FDR impulsó el New Deal, un conjunto de reformas económicas y sociales que requirieron la creación de nuevas agencias gubernamentales y la centralización de la toma de decisiones en el Ejecutivo. La Corte Suprema, inicialmente hostil a estas medidas, se convirtió en un obstáculo a sus políticas, lo que llevó a Roosevelt a proponer en 1937 su controversial «Court-Packing Plan», con el objetivo de expandir el número de jueces del Tribunal Supremo y asegurar una mayor afinidad ideológica con su administración. Aunque la propuesta no fue aprobada, la presión política que ejerció sobre el poder judicial logró que este adoptara una postura más favorable a la ampliación del poder federal.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Roosevelt amplió aún más su control sobre la maquinaria estatal. El Congreso le otorgó amplias facultades, incluyendo la posibilidad de emitir decretos ejecutivos que reorganizaron la economía de guerra, intervinieron en la industria y restringieron libertades civiles en nombre de la seguridad nacional. El caso más extremo de esta expansión del poder ejecutivo fue la orden de internamiento de ciudadanos de origen japonés en 1942 (Orden Ejecutiva 9066), una decisión que reflejaba la capacidad de Roosevelt para tomar medidas extraordinarias con respaldo legal y legislativo. Seguro que este uso de Órdenes Ejecutivas te suena.
El mandato de FDR también sentó precedentes en cuanto a la duración del poder presidencial. Su reelección para un tercer y cuarto mandato demostró cómo el contexto de crisis podía justificar una ruptura con la tradición de limitación en los mandatos presidenciales. Esto derivó en la aprobación de la Enmienda 22 en 1951, que estableció un límite de dos mandatos para los futuros presidentes.
El legado del 32º presidente radica en la consolidación de un modelo presidencial que redefinió el equilibrio de poderes en el sistema político estadounidense. La ampliación del papel del Ejecutivo bajo su administración se convirtió en un precedente clave para futuras administraciones, reforzando la tendencia hacia un poder presidencial más centralizado y menos restringido por las instituciones tradicionales.
¿Qué ha hecho Trump hasta ahora?
Es esta idea de un poder ejecutivo más centralizado y menos restringido por las instituciones tradicionales la que parece estar rigiendo actualmente la Casa Blanca. Desde el primer momento, Trump dejó clara su voluntad de prestar la mínima atención posible al Congreso con su famosa firma de más de 50 órdenes ejecutivas.
El Congreso, ante esta actitud, tampoco ha podido decir mucho y es que, si bien el diseño constitucional de EE.UU. otorga a este la capacidad y el deber de controlar al ejecutivo, la realidad es que ahora mismo los republicanos están atados. Las opciones son dos: votar en consonancia de lo que diga Trump o arriesgarse a que Elon Musk cumpla su amenaza de donar millones a una campaña rival y perder su asiento. Esto tiene muchas ramificaciones, pero una de las más importantes tiene que ver con “el poder del monedero”.
“El poder del monedero” es una expresión acuñada por los teóricos constitucionalistas estadounidenses para hacer referencia al poder que tiene el Congreso de controlar el gasto público. Este supone en teoría que por mucho que el ejecutivo quiera hacer “algo”, este necesitará el apoyo del legislativo para poder financiarlo. El control sobre el Congreso ejercido por Trump está terminando de erosionar una figura que ya estaba debilitada por el modelo partidista.
Además de todo esto, Trump ha aprendido de su primer mandato a rodearse de gente que le sea absolutamente leal. Sus nombramientos eclécticos, que han llenado las portadas de los periódicos, no solo van en esta línea, sino que han supuesto una verdadera prueba de lealtad para los republicanos del Congreso, evidenciando su alineamiento al votar. La duda es clara: ¿hasta dónde puede llegar Donald Trump realmente?
La teoría del ejecutivo unitario
Para entender los límites del poder presidencial bajo la segunda administración Trump, es crucial examinar la teoría del ejecutivo unitario. Esta doctrina legal sostiene que el presidente de los Estados Unidos posee una autoridad ejecutiva completa y centralizada, con un control absoluto sobre el poder ejecutivo y sus agencias, sin la necesidad de someterse a otras ramas del gobierno en la administración de dicho poder. En otras palabras, según esta teoría, todas las decisiones ejecutivas deben fluir exclusivamente desde la presidencia y cualquier intento de independencia de las agencias federales o funcionarios designados por el presidente es inconstitucional.
Los orígenes de esta idea se remontan a los Federalist Papers, particularmente al Federalista N.º 70, escrito por Alexander Hamilton, quien argumentaba que un ejecutivo fuerte y enérgico era fundamental para la seguridad y estabilidad del país. Sin embargo, en la historia moderna, esta teoría ha sido promovida principalmente por juristas y académicos conservadores, entre ellos figuras como el exfiscal general William Barr y el juez del Tribunal Supremo estadounidense Samuel Alito.
Uno de los elementos clave en la aplicación de la teoría del ejecutivo unitario en la presidencia de Trump ha sido su cruzada contra lo que él y sus aliados llaman el «Estado profundo». En su narrativa, el «Estado profundo» es una red de funcionarios gubernamentales no electos que operan con independencia de la Casa Blanca y obstaculizan su agenda. Para contrarrestarlo, su administración ha promovido despidos masivos, reubicaciones forzosas y restricciones en la autonomía de agencias clave como el Departamento de Justicia, la Agencia de Protección Ambiental y el Departamento de Defensa.
En este contexto, Trump ha abogado por ampliar la autoridad presidencial sobre las agencias federales mediante la reestructuración del servicio civil, permitiendo que empleados gubernamentales de carrera puedan ser despedidos con facilidad si se considera que obstaculizan sus políticas. Esto representa una ruptura con la tradición administrativa estadounidense, en la que los funcionarios de carrera han operado de manera relativamente independiente para garantizar la continuidad del gobierno más allá de los ciclos electorales.
Uno de los factores que ha facilitado la expansión del poder ejecutivo bajo Trump es la composición del Tribunal Supremo. Con una mayoría conservadora, el Tribunal ha mostrado una tendencia a favorecer interpretaciones que refuerzan la autoridad del presidente.
La actual composición del Tribunal, con una mayoría conservadora de 6-3, podría inclinarse a favor de una interpretación más amplia de los poderes ejecutivos, especialmente en el caso del despido de Gwynne Wilcox del Consejo Nacional de Relaciones Laborales. Este caso podría convertirse en un punto de inflexión si los jueces deciden anular el precedente de 1935, que restringe la capacidad del presidente para despedir funcionarios de agencias independientes. De ser así, se abriría la puerta a un control aún mayor del Ejecutivo sobre el aparato estatal, alineándose con la visión de Trump de un poder presidencial sin restricciones significativas por parte del Congreso o la judicatura.
En su segundo mandato, Trump ha utilizado estos precedentes para justificar la eliminación de cualquier forma de supervisión administrativa que no dependa directamente de la Casa Blanca. Su equipo legal y sus aliados han planteado que agencias como el FBI o la CIA deben responder únicamente al presidente, consolidando aún más el modelo unitario de poder ejecutivo.
Si bien Estados Unidos sigue siendo una república constitucional con límites al poder presidencial, la evolución del ejecutivo bajo Trump plantea preguntas inquietantes sobre el futuro de la democracia estadounidense. A diferencia de FDR, cuya expansión del poder presidencial ocurrió en el contexto de crisis económicas y bélicas con el respaldo de amplios sectores del Congreso, Trump ha impulsado su visión del ejecutivo unitario en un clima de polarización extrema y desconfianza en las instituciones.
El peligro de esta concentración radica en su potencial para socavar el equilibrio de poderes y erosionar los principios democráticos fundamentales. La independencia judicial, la fiscalización legislativa y la autonomía de las agencias gubernamentales han sido pilares de la estabilidad política estadounidense, pero bajo la doctrina del ejecutivo unitario, estos contrapesos podrían volverse obsoletos.
En última instancia, la pregunta de si Trump puede convertirse en un monarca moderno no se reduce únicamente a sus intenciones, sino a la capacidad de las instituciones y del electorado para resistir esta transformación del poder presidencial.