
Como si del Santo Grial se tratase, muchos autores e investigadores se han lanzado al intento de encontrar la fórmula definitiva que explique el éxito o el fracaso de los países. En esta búsqueda de las claves para la riqueza, son cientos los argumentos que se han esgrimido a lo largo de los años. Además, a medida que los propios países han ido floreciendo o dejando de ser ricos, las tesis han cambiado.
Hay algunas hipótesis que se remontan incluso al origen mismo del planeta, explicando de una manera muy original cómo hasta la disposición de los continentes puede ser una razón de peso en el reparto de la riqueza en la actualidad. No obstante, quizá la más discutida y relevante de los últimos años ha sido la teoría de las instituciones. Esta ha sido plasmada con distintos matices por muchos autores, pero podemos situar el eje central de la misma en el libro “Por qué fracasan los países”.
Sus autores, Daron Acemoglu y James A. Robinson, junto a Simon Johnson, ganaron el Nobel de Economía en 2024, haciendo que su obra fuese todavía más conocida para el público general. Por ello, merece la pena revisar qué se dice en esta propuesta explicativa de nuestra economía y nuestra riqueza.
La teoría de las instituciones
Acemoglu y Robinson comienzan su explicación abordando una visión que, normalmente, no triunfa entre los economistas. Estos autores defienden como punto de partida el hecho de que es la política la que determina la economía y en última instancia el devenir de los Estados.
Más concretamente, serían nuestras instituciones políticas y su naturaleza las que acabasen influyendo en las instituciones económicas, aunque también señalan que el proceso puede ser al revés. Dentro de estos dos tipos de instituciones, encontramos dos subgrupos: inclusivas o extractivas. Así, tendremos hasta 4 tipos de instituciones: político-extractivas, político-inclusivas, económico-extractivas y económico-inclusivas.
Todos estos modelos ponen en el centro a las élites de los países, de tal manera que una institución política extractiva será aquella que concentre el poder y limite la capacidad de decisión. En otras palabras, hablaremos de países no democráticos en los que una élite o un grupo reducido de personas tomarán las decisiones sobre el funcionamiento del mismo. Por el otro lado, las instituciones políticas inclusivas serán aquellas que operen de forma democrática, abriendo el proceso de toma de decisión entre todos los ciudadanos o entre su amplia mayoría.
Esto, claro está, no puede entenderse de la misma forma en pleno s. XXI que 1.000 años atrás. Por ello, podemos fijarnos en la que los autores ven como una de las primeras instituciones políticas inclusivas o, al menos, un poco más inclusivas que el resto en la época.
Un Parlamento, un rey y una revolución.
El Parlamento británico tiene el honor de ser de considerado el primer Parlamento moderno (afirmación no exenta de debate), detectando los autores un cambio importante en él desde la llamada Revolución gloriosa de 1688.
Esta primera institución, relativamente inclusiva, significó un cambio importante dado que marca el final de una monarquía absolutista. Jacobo II, Estuardo, fue depuesto para que el marido de su hija, Guillermo de Orange, accediese a la corona. ¿Cuál fue el cambio importante aquí? Pues que los urdidores de este movimiento (los “Siete inmortales”) se cobraron el favor realizado a Guillermo, que, de la nada, recibió el trono de Inglaterra.
Guillermo tuvo que aceptar la famosa “Bill of Rights” (declaración de derechos) de 1689. Esta antepuso al Parlamento frente al monarca en algunas cuestiones fundamentales, como los monopolios o los impuestos. Antes de esta fecha, el Parlamento existía, pero tenía un rol mucho menos importante y rara vez se reunía. De hecho, cuando lo hacía, era a propuesta del rey. A cambio de la corona, Guillermo accedió a una monarquía en la que su capacidad de decisión estaría limitada por el Parlamento.
Lo verdaderamente revolucionario de 1688 no fue cambiar de rey, sino que por primera vez se fijaron reglas que limitaban el poder absoluto y aseguraban a un grupo más amplio (no solo a la nobleza) ciertos derechos y libertades económicas. Esto abrió la puerta a que comerciantes, artesanos y empresarios pudieran competir, invertir y prosperar con más facilidad.
Desde este momento, los autores comprueban que la inclusividad de la institución política dio pie a que las instituciones económicas pasasen a ser también más inclusivas. En este sentido, la inclusividad hace referencia a los incentivos para la producción y la creación de riqueza. Acemoglu y Robinson defienden que lo que hace funcionar una economía es, precisamente, que existan incentivos económicos que, en última instancia, están determinados por las instituciones políticas.
Siguiendo el ejemplo de Inglaterra, con un poder centralizado en el monarca y quizá algunos nobles junto a la Iglesia, un campesino tenía pocos incentivos para trabajar su tierra. Sabía, primero, que trabajaba para pagar el diezmo y otros impuestos que ahogaban su economía. Tampoco tenía por qué trabajar más: si cultivaba más patatas o conseguía tejer más rápido, sabía que no iba a poder disfrutar de los beneficios.
Había dos opciones, o bien se los quedaría el señor de la tierra o bien no podría vender su excedente porque los monopolios otorgados por la corona controlaban el mercado junto a los gremios. Ahora bien, ¿qué es lo que había cambiado en la época? ¿Qué es una institución económica inclusiva?
Apostar al caballo ganador
Continuando con la Inglaterra de principios del s. XVIII, ahora el Parlamento estaría compuesto por personas que representan a una parte más amplia de la sociedad inglesa. Las clases en ascenso, principalmente vinculadas al comercio o la gentry, querían acabar con los monopolios estatales como la Compañía de las Indias Orientales, reducir el riesgo de expropiación y crear un sistema de leyes y normas justo que permitiese un comercio fluido.
Todo esto parece tener sentido, en especial si el fin último es hacer que tu país sea más rico, pero podemos estar de acuerdo en que no era la tendencia habitual de los países en aquella época. Incluso hoy en día hay muchas partes del mundo en las que no vemos estas instituciones económicas inclusivas.
Para responder a esto, los autores recurren al conocido economista Joseph Schumpeter y al concepto que acuñó: la destrucción creativa. Para Acemoglu y Robinson, es un hecho que las élites conocen, por regla general, de los mecanismos para fomentar la riqueza, pero su objetivo no es este. Su cometido, en tal caso, será preservar la riqueza y su reparto tal y como estaría para que no existan cambios y pierdan su poder político.
En este sentido, estaríamos frente a una visión de unas élites como absolutamente conservadoras. Estas élites tendrían miedo de la destrucción creativa, que viene a explicar que para dar un salto económico, especialmente en términos tecnológicos, deben destruirse ciertos negocios para que se creen otros.
Si estas élites, por ejemplo, apoyan el negocio de la lana, no van a permitir que un nuevo producto como el algodón, aunque sea más barato y fácil de producir, arruine a las élites económicas ya existentes. Por ello, se explican cuestiones y leyes que hoy nos parecen absurdas, como la obligación de vestir prendas de luto exclusivamente hechas con lana. Incluso, en un giro que no está lejos de hacer Donald Trump, se llegó a prohibir vestir textiles fabricados fuera del Reino Unido, que es de donde provenían en mayor medida las prendas alternativas a las de lana.
La historia está marcada por esta lucha de las élites por mantener un modelo menos eficiente, pero que perpetúa el statu quo. En la Rusia zarista de Nicolás I no se construían vías del tren porque, en un acto quizá premonitorio, se temía que conectar el país y sus mercancías acabase por traer la revolución. Curiosamente, hoy todos conocemos la historia de Lenin llegando en tren a Moscú para hacer su revolución contra el zarismo décadas más tarde.
Por lo tanto, la destrucción creativa es el mecanismo por el que las economías avanzan: cada nueva tecnología o innovación elimina antiguos oficios o industrias, pero permite que surjan nuevas, más productivas y mejores. Por ejemplo, el tren desplazó a los carros tirados por caballos, pero creó toda una nueva economía de ingenieros, maquinistas y comercio a larga distancia.
¿Qué futuro augura esta teoría?
En definitiva, con el repaso histórico y de todos los continentes, se pretende defender la tesis central del libro y de la teoría, que es que los sistemas políticos inclusivos generan riqueza y que los sistemas políticos extractivos solo perpetúan el statu quo. En este caso, hay dos casos que llaman especialmente la atención, porque si hablábamos de los 4 tipos de instituciones, hay situaciones en las que vemos regímenes híbridos en tanto que no son políticamente inclusivos, pero sí lo son económicamente. Hablamos, por ejemplo, de la Unión Soviética o de la República Popular China.
En el caso de la URSS, podría parecer que la teoría de las instituciones fracasa. Se puede afirmar que la Unión Soviética no entraría, al igual que China, en lo que se conoce como una institución política inclusiva. No obstante, la URSS fue durante varios años el país que más creció del mundo en términos económicos, desplegando una industria fuerte y transfiriendo la generación de la riqueza desde el primer al segundo sector.
Sin embargo, el problema para estos casos híbridos, según nos cuentan los ganadores del Nobel, es que este “tirón” económico solo dará de sí hasta que los cambios tecnológicos pidan una nueva destrucción creativa. En el caso soviético, dicen, el estancamiento de su industria y la ralentización del crecimiento económico explicarían el colapso. No hubo destrucción creativa porque el Partido Comunista carecía de incentivos para llevarla a cabo y los cambios tecnológicos que otros países sí tomaron hicieron que la URSS se quedase muy atrás.
Ahora bien, ¿qué pasa con China? El país liderado por Xi Jinping puede ser un buen termómetro para acabar de valorar la validez de esta teoría. Partiendo de la misma base de política extractiva, China ha sido un milagro económico estudiadísimo en las últimas décadas. A pesar de carecer de esa apertura democrática (entendida como tal por la literatura de la teoría de las instituciones), Pekín ha construido un país sólido y una industria muy fuerte que además es puntera en desarrollo tecnológico.
Si hacemos caso a Acemoglu y Robinson, la próxima revolución tecnológica no será seguida por China, a no ser que cambien sus instituciones políticas, y por lo tanto presenciaremos la pérdida de eficiencia económica del gigante asiático. La teoría de las instituciones predice que, sin cambios políticos hacia una mayor inclusión, llegará un techo donde la destrucción creativa se frene y el crecimiento se ralentice.