
La cuestión de la integración europea se ha convertido en uno de los temas más divisivos y politizados del continente. Lo que durante décadas fue un proceso tecnocrático, apoyado transversalmente por la mayoría de partidos tradicionales, ha pasado a ser un punto de conflicto entre visiones enfrentadas del proyecto europeo.
Mientras unos ven la Unión Europea como una garantía de prosperidad, estabilidad y cooperación, otros la perciben como una amenaza a la soberanía nacional, a la identidad cultural y al control democrático. Esta polarización en torno a la UE no solo ha modificado los discursos políticos, sino que ha reconfigurado el mapa partidista en numerosos países.
Las crisis (económica, migratoria, sanitaria, climática) de los últimos años han avivado y transformado este debate. Viejas divisiones ideológicas ya no bastan para explicar lo que ocurre en las urnas. ¿Por qué suben los partidos de derecha radical en unos países, y los de izquierda alternativa en otros? ¿Por qué se fragmentan los sistemas de partidos?
Para entender mejor este suceso, debemos prestar atención al surgimiento de una nueva fractura política: el clivaje transnacional, que enfrenta a quienes se sienten beneficiados por la apertura económica y cultural fruto de la mayor integración europea, frente a quienes la perciben como una amenaza.
De Lipset y Rokkan a la Europa del S. XXI
La teoría clásica de los fracturas o clivajes políticos, desarrollada por Lipset y Rokkan en los años 60, explicaba la estabilidad de los sistemas de partidos europeos a través de grandes divisiones históricas: centro–periferia, Estado–Iglesia, campo–ciudad, capital–trabajo. Estos clivajes, enraizados en conflictos sociales duraderos, dieron lugar a partidos sólidos y leales electorados.
Pero algo ha cambiado. Las antiguas lealtades de clase y religión se han debilitado y nuevas divisiones estructuran el espacio político. Una de las más significativas, especialmente en el contexto europeo, es el creciente desacuerdo sobre el proceso de integración en la UE. Esta nueva fractura actúa hoy como un eje de polarización política que atraviesa partidos, territorios y generaciones. En este nuevo paisaje, se enfrentan los defensores de una Europa abierta, cosmopolita y multilateral, frente a quienes reivindican la soberanía nacional, los valores tradicionales y la protección frente al exterior.
El nuevo clivaje transnacional
Este nuevo clivaje surge como reacción a tres transformaciones interconectadas que comenzaron a intensificarse en los años 90: la globalización económica, el aumento de la inmigración y la integración europea como tal. En conjunto, estas fuerzas han perforado las fronteras tradicionales del Estado-nación, desdibujando los límites entre lo nacional y lo internacional.
La globalización económica ha aumentado la competencia internacional y ha recompensado a quienes poseen capital, movilidad o educación superior. Pero también ha generado precariedad entre quienes no pueden adaptarse a un entorno laboral cambiante y más exigente. Al mismo tiempo, la inmigración, tanto intraeuropea como extracomunitaria, ha aumentado de forma significativa, generando tensiones por el acceso a servicios públicos, el empleo y la percepción de la identidad nacional.
Este proceso ha generado oportunidades para los sectores mejor preparados para aprovechar la apertura: profesionales cosmopolitas, jóvenes urbanos, emprendedores globales. Para ellos, la Europa sin fronteras es sinónimo de libertad, modernidad y diversidad. Pero para otros sectores, especialmente los menos formados, los habitantes de zonas rurales o industriales en declive, estos cambios suponen una amenaza. La tensión no es solo económica (ganadores vs. perdedores de la globalización), sino también cultural: algunos temen la pérdida de identidad, la erosión de los valores nacionales y la dilución de la comunidad.
En este contexto emergen dos polos bien definidos. Por un lado, los partidos y votantes con valores GAL (Verdes, Alternativos y Libertarios, por sus siglas en inglés), como los verdes, que suelen atraer a personas con estudios superiores, actitudes inclusivas hacia la diversidad y una fuerte identificación con causas transnacionales como el medio ambiente o los derechos humanos. Por otro, fuerzas con valores TAN (Tradicionales, Autoritarios, Nacionalistas), como los partidos de derecha radical, que apelan a la defensa de la nación, el orden público, los valores tradicionales y el control sobre las fronteras. Esta polarización cultural y política refleja el corazón del nuevo clivaje transnacional.
Este nuevo clivaje transnacional se ha manifestado de formas distintas según el país y su historia. En Europa del Norte y Central, la reacción ha sido liderada por la derecha radical (Rassemblement National en Francia, PVV en Países Bajos, AfD en Alemania), que combina euroescepticismo, rechazo a la inmigración y defensa de la soberanía.
Si pasamos al Sur de Europa, en cambio, el rechazo al statu quo lo ha capitalizado la izquierda radical (Syriza en Grecia, Podemos en España), que critica la UE desde una perspectiva económica, no identitaria. En Europa del Este, partidos nacionalistas y conservadores han canalizado el rechazo a Bruselas y a la inmigración, incluso sin haber experimentado grandes olas migratorias. Y en el caso singular del Reino Unido, el clivaje transnacional se expresó a través del referéndum del Brexit, fuera del sistema de partidos tradicional.
Si observamos la relación entre ideología y actitud hacia la Unión Europea en todos los países europeos, se dibuja una forma curiosa: una U invertida. Es decir, tanto los partidos situados en la extrema izquierda como los de la extrema derecha tienden a ser críticos con la UE, mientras que el apoyo más firme a la integración europea se concentra en el centro ideológico, especialmente entre liberales, socialdemócratas moderados, verdes y democristianos.
Esta forma revela una paradoja: partidos que se encuentran en extremos opuestos en términos de economía o sociedad, como podrían ser Podemos y Vox, comparten un punto común de crítica al proyecto europeo. Eso sí, por motivos muy distintos. Para la izquierda radical, la UE representa una arquitectura neoliberal que impone austeridad y limita la soberanía popular.
Para la derecha radical, Bruselas simboliza una amenaza a la identidad nacional, la cultura tradicional y el control migratorio. Ambos extremos reclaman “recuperar el control”, pero lo hacen desde mundos de valores opuestos. En cambio, el centro ideológico, más cosmopolita, promercado o europeísta por convicción o cálculo, actúa como bastión del statu quo europeo.
Esta configuración da forma al nuevo clivaje transnacional: una nueva fractura que ya no opone solo izquierda y derecha, sino apertura versus cierre, cosmopolitismo versus soberanismo, internacionalismo versus proteccionismo. Y explica por qué la integración europea se ha convertido en un tema cada vez más divisivo y politizado.
¿Por qué los partidos tradicionales no reaccionan?
Los partidos tradicionales no pueden (o no quieren) adaptarse fácilmente al nuevo clivaje transnacional. La razón no es falta de información o de estrategia, sino una “inflexibilidad programática” que los ata a su historia, sus bases electorales y sus estructuras internas.
Los grandes partidos (liberales, socialdemócratas, conservadores o democristianos) se construyeron en torno a los clivajes clásicos: clase social, religión, centro-periferia. A lo largo de décadas consolidaron un electorado fiel, cuadros orgánicos y una identidad política relativamente estable. Cambiar de posición en temas tan divisivos como inmigración o Europa puede suponer la pérdida de coherencia ideológica, desmovilizar a sus bases tradicionales o provocar rupturas internas.
Por eso, cuando empezaron a emerger las tensiones en torno a la globalización y la integración europea, muchas formaciones tradicionales optaron por “desactivar” estos temas: los ignoraron, los minimizaron o intentaron canalizarlos dentro del marco ideológico que ya conocían. Esta estrategia funcionó durante un tiempo, pero con el estallido de las crisis (económica, migratoria, sanitaria), se hizo insostenible.
Ahí es donde entran los nuevos partidos. Como no están atados a viejas estructuras ni herencias ideológicas, pueden posicionarse con claridad sobre las nuevas divisiones. De hecho, muchos han nacido precisamente para eso: para dar voz a quienes se sienten abandonados por los partidos tradicionales. La derecha radical, los verdes o incluso movimientos de izquierda alternativa han construido su identidad sobre el eje apertura–soberanía, cosmopolitismo–proteccionismo, que los partidos tradicionales han rehuido.
Así, el cambio político en Europa no ha venido desde dentro del sistema, sino desde fuera. La presión no ha transformado a los partidos establecidos, sino que ha dado lugar a nuevas formaciones que han reconfigurado el mapa político. Es un cambio más rupturista que evolutivo, más disruptivo que negociado. Y sus consecuencias todavía están en desarrollo.
Conclusión
El clivaje transnacional ha llegado para quedarse. No sustituye por completo a las divisiones antiguas (como la clásica oposición entre izquierda y derecha o la fractura religiosa), pero las complica, las reorganiza y les añade nuevas capas de significado. Las identidades políticas ya no se estructuran solo en torno a la clase social o la posición respecto al Estado del bienestar, sino también en relación con valores culturales, percepciones sobre la inmigración y actitudes hacia Europa y la globalización.
Las consecuencias de este nuevo clivaje ya se hacen visibles: mayor polarización ideológica, fragmentación parlamentaria, y volatilidad electoral. En muchos países, los partidos tradicionales han perdido terreno frente a formaciones nuevas o antes marginales que apelan directamente a las emociones, los miedos y las esperanzas que genera la apertura transnacional. Al mismo tiempo, los gobiernos se enfrentan a una mayor dificultad para formar coaliciones estables y aplicar políticas coherentes.
El auge de los partidos radicales, tanto de derecha como de izquierda, no es una anomalía temporal. Responde a transformaciones profundas en la estructura social, en los canales de representación política y en la manera en que los ciudadanos entienden su lugar en el mundo. Europa ya no puede ser explicada exclusivamente en términos de distribución económica, sino también a partir de conflictos identitarios, culturales y territoriales.
Comprender este nuevo clivaje es indispensable para entender el presente y anticipar el futuro de la política europea. No se trata solo de interpretar los resultados electorales, sino de captar la dirección del cambio estructural que está remodelando la democracia en el continente.
En un contexto global de creciente incertidumbre, este clivaje podría ser tanto una fuente de división como una oportunidad para redefinir los términos del pacto político europeo. No sustituye por completo a las divisiones antiguas, pero las complica y reorganiza. Las consecuencias ya se sienten: más polarización, más partidos, más volatilidad electoral. Entender esta nueva línea de fractura es clave para comprender el presente y futuro de la política europea.