La Vuelta Ciclista a España 2025 pasará a la historia no por un duelo deportivo épico, sino por las protestas propalestinas que marcaron varias de sus etapas y desembocaron en la cancelación de la jornada final en Madrid. Desde Galicia hasta Cantabria, pasando por Asturias o la Comunidad de Madrid, grupos de manifestantes interrumpieron recorridos, bloquearon carreteras e incluso provocaron caídas, como la del español Javi Romo.

La tensión alcanzó su punto álgido en la capital, donde unas 100.000 personas se movilizaron el 14 de septiembre y obligaron a la suspensión de la etapa cuando faltaban 56 kilómetros para la meta en Cibeles. El resultado: 22 agentes heridos, dos detenidos y el cierre anticipado de una de las rondas ciclistas más importantes del mundo.

Estos hechos, con un fuerte eco mediático, reavivaron el debate sobre el papel del deporte y la cultura como escenarios de disputa política. La pregunta de fondo es si la llamada “censura cultural”, es decir, la exclusión de actores, símbolos o eventos de la esfera pública internacional, puede contribuir a frenar conflictos armados y violaciones de derechos humanos. Para responder, conviene mirar precedentes históricos.

Sudáfrica y el apartheid: el poder simbólico del aislamiento deportivo

El caso de Sudáfrica durante el apartheid es el referente más citado en debates sobre sanciones culturales. A partir de los años sesenta, federaciones deportivas internacionales comenzaron a excluir a equipos sudafricanos de torneos clave. Paralelamente, universidades, festivales y editoriales se sumaron a un boicot cultural global que buscaba minar la legitimidad del régimen segregacionista.

La exclusión del rugby y del fútbol sudafricanos tuvo un impacto profundo: privó a la minoría blanca de su principal orgullo nacional y generó una sensación de aislamiento insostenible. Investigaciones académicas concluyen que este cerco simbólico no fue el único motor del cambio, pero sí complementó eficazmente a las sanciones económicas y la resistencia interna. La narrativa internacional de ilegitimidad, reforzada por la cultura y el deporte, erosionó la base social del apartheid y contribuyó a que en 1994 Sudáfrica celebrase sus primeras elecciones democráticas.

No obstante, el proceso no estuvo exento de dilemas: ¿debían castigarse también a artistas disidentes que querían dialogar con el exterior? ¿Hasta dónde se justificaba el aislamiento cultural sin ahogar expresiones críticas? Estos debates anticipan los matices de cualquier intento contemporáneo de aplicar censura cultural como herramienta de presión.

Yugoslavia en los noventa: sanciones integrales con dimensión cultural

La experiencia de la antigua Yugoslavia muestra otra faceta de la censura cultural aplicada en contextos bélicos. En 1992, la ONU aprobó la Resolución 757, que no solo imponía embargos comerciales y financieros, sino que prohibía explícitamente la participación de equipos yugoslavos en competiciones internacionales y suspendía intercambios científicos y culturales.

El objetivo era aislar al régimen de Slobodan Milošević y presionarlo para aceptar un alto el fuego. El veto cultural y deportivo reforzó la narrativa de ilegitimidad y, junto con las sanciones económicas y la acción militar de la OTAN, creó un marco de incentivos que culminó en los Acuerdos de Dayton (1995).

Sin embargo, los costes humanitarios fueron severos: la sociedad civil sufrió la interrupción de intercambios culturales y académicos, y las restricciones favorecieron el auge de economías informales. El propio Consejo de Seguridad ajustó posteriormente las sanciones, modulando el aislamiento cultural y permitiendo cierta reintegración a medida que avanzaban las negociaciones. Este caso evidencia que la censura cultural puede ser eficaz solo si se combina con vías claras de desescalada y con legitimidad jurídica internacional.

Conexiones con La Vuelta: del boicot simbólico al debate político

La cancelación de la etapa final en Madrid, la neutralización en Pontevedra y los recortes en Valladolid o en la Sierra de Guadarrama muestran que el ciclismo, como otras expresiones culturales y deportivas, es un escenario propicio para protestas globales. La presión sobre el equipo Israel–Premier Tech, que optó por retirar su nombre de los maillots, recuerda a los boicots de otros tiempos.

Sin embargo, hay diferencias sustanciales. En el caso de Sudáfrica o Yugoslavia, las sanciones culturales y deportivas se inscribieron en marcos internacionales coherentes, con metas claras y respaldo institucional. En España, en cambio, las protestas son iniciativas ciudadanas que logran visibilidad inmediata, pero carecen de un plan diplomático o multilateral que las convierta en herramientas de cambio estructural.

El efecto directo es más bien simbólico: visibilizar el genocidio palestino en un escaparate global y generar incomodidad a instituciones y patrocinadores. A la vez, se abren tensiones internas: debates sobre seguridad, libertad de expresión y el papel del deporte como espacio “neutral” o inevitablemente político. El Gobierno defendió el derecho de manifestación, mientras la oposición acusó de negligencia en la gestión. Paralelamente, la Comisión Antiviolencia ha propuesto multas de entre 3.000 y 6.000 euros y prohibiciones de acceso a eventos para varios activistas identificados.

¿Hasta dónde llega la censura cultural?

Los casos de Sudáfrica y Yugoslavia muestran que el aislamiento cultural y deportivo puede contribuir a desestabilizar regímenes y abrir vías de negociación, pero solo cuando está coordinado con sanciones económicas, respaldo jurídico internacional y estrategias de salida claras.

Las protestas en La Vuelta 2025, por su parte, subrayan la potencia del deporte como altavoz de causas globales, pero también los límites de la acción fragmentada: sin una arquitectura internacional que dé continuidad a la presión, las victorias son tácticas, como es el caso de cancelar una etapa, borrar un logo, y, por tanto, no estratégicas.

El reto para Europa y la comunidad internacional es aprender de los precedentes: usar el poder simbólico de la cultura y el deporte para defender la paz sin caer en la arbitrariedad ni en la mera interrupción de espectáculos. Lo sucedido en Madrid y otras provincias españolas es una muestra de que la “censura cultural” sigue viva como herramienta de protesta, pero su eficacia dependerá de si logra convertirse en parte de una estrategia diplomática más amplia.

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por Alejandro Muriel García

Polítologo con formación en Cooperación Internacional al Desarrollo. Interesado en el aspecto más internacional de la política. Más interesado aún en la región MENA (Middle East and North Africa).

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