Llegar a la presidencia del Gobierno se anticipa por muchos como el final de una carrera y la culminación de un gran triunfo. Si bien esto último es cierto, en realidad dormir en Moncloa no es más que el comienzo de un nuevo ciclo. Una vez garantizado el cetro que te permite dirigir el país, comienza la etapa en la que debes gobernar y, por supuesto, pensar en renovar tu mandato llegado el momento.

Alberto Núñez Feijóo, líder de la oposición y ganador de las últimas elecciones generales, parece ignorar esa segunda parte del plan. En este sentido, el Partido Popular está tratando de llegar a Moncloa cuanto antes. Sin entrar aquí a valorar si la estrategia es más o menos acertada en su ejecución, conviene destacar lo importante que es analizar todos los escenarios.

¿Qué hacer con Vox?

El acelerón de la política española en los últimos meses ha empujado a que se planteen al PP preguntas propias de un partido que está a punto de gobernar. Miguel Tellado, nuevo hombre fuerte en Génova, ha tenido que enfrentarse a una de las más incómodas: ¿qué harán con Vox?

La respuesta del gallego es clara en parte. Rechazan que los de Abascal entren en el Consejo de Ministros, pero dejan abierta la puerta a su apoyo en la investidura. En otras palabras, no quieren gobernar con Vox, pero sí quieren su apoyo “desde fuera”. Tiene sentido: incluso con esos 10 millones de votos con los que sueña Feijóo, seguirían necesitando algún respaldo externo.

Cabe imaginar un PP que se acerque a los 160 escaños, aunque las últimas encuestas son mucho más optimistas para Vox que para los populares. Aun en ese escenario, que roza la utopía, seguiría siendo imprescindible contar con Vox para investir a Feijóo.

Ese apoyo, en principio, estaría casi garantizado. Feijóo y Abascal aprendieron de lo que les ocurrió a Sánchez e Iglesias en 2019. Su negativa inicial a formar gobierno castigó a ambos en las urnas, y siete meses después se vieron obligados a entenderse. La situación actual es similar: si los números dan, habrá gobierno, como ha dicho Ester Muñoz.

Con todo, sorprende que, asumiendo que el entendimiento es inevitable, desde la dirección del PP se haya decidido marcar una frontera tan nítida con Vox. Porque, si uno acude a la teoría, revisa los ejemplos europeos de coalición o simplemente mira los últimos seis años de política española, cuesta entender esta postura. A partir de estos dos enfoques (la teoría y el caso español) vamos a ver por qué cerrar la puerta a Vox puede ser un error estratégico.

Este artículo no pretende justificar ni analizar un gobierno entre PP y Vox como un gobierno «bueno» o «malo». El análisis que sigue es exclusivamente estratégico, desde la óptica de los incentivos y costes que enfrentan los partidos.

Lo que dice la teoría

Lejos de ser una construcción abstracta, la teoría nace del estudio comparado de casos prácticos. Aun así, es útil sintetizar sus ideas principales, que analizan de forma sistemática el funcionamiento de los gobiernos de coalición en Europa.

En primer lugar, existe un consenso amplio: los gobiernos de coalición son asimétricos y generan efectos muy distintos en los partidos que los integran. El socio mayoritario (el que acumula más escaños) tiene la sartén por el mango, mientras que el socio junior (el partido o partidos con menos representación) dispone de una capacidad mucho más limitada para influir. Esto se explica por el reparto desigual de ministerios, la percepción pública de la coalición y la posibilidad real de imponer agenda.

Italia es un ejemplo ilustrativo. Hoy su gobierno lo componen tres partidos: Fratelli d’Italia, LEGA y Forza Italia. Sin embargo, es el partido de Meloni el que ostenta el grueso de las carteras, el liderazgo de la primera ministra y el control de la agenda. No es habitual que se hable de los otros dos partidos, aunque son relevantes para la política interna y tratan de aplicar su programa. Todo el peso recae en Meloni y Fratelli.

El segundo punto es la asimetría electoral. Puede pensarse que, si el gobierno funciona bien, el socio mayoritario recoge los frutos. Y que, si va mal, también carga con las culpas. Nada más lejos de la realidad. Cuando un país entra en crisis económica o se acumula el malestar ciudadano, el castigo electoral suele repartirse entre todos los partidos del gobierno, sin matices. La oposición, en cambio, es quien capitaliza ese desgaste.

Alemania ofrece una muestra reciente. En las elecciones federales de febrero, la economía era vista como un gran problema: al estancamiento del PIB se le sumó la crisis energética, el deterioro internacional, etc. El resultado fue un castigo masivo. Todos los socios de la coalición perdieron apoyos frente a 2021, mientras que CDU/CSU, AfD y Die Linke crecieron. El caso más trágico de los miembros del gobierno fue el del FDP, liberal, que desapareció del Bundestag después de tener casi 100 escaños. Ni siquiera los constantes roces internos sirvieron para que alguno de los socios se salvara del castigo.

En tercer lugar, entra el factor populista o antiestablishment. Vox puede encajar en una o en ambas etiquetas: partido populista de derecha radical, o partido contra el sistema. En este tipo de coaliciones, donde un partido de este perfil actúa como socio menor, la teoría es clara: el coste electoral es especialmente alto para ellos.

Para un partido populista, entrar en el gobierno conlleva más riesgos que para uno tradicional. Sus promesas, más extremas, se estrellan con las limitaciones del poder. Además, sus votantes, al ver frustradas las expectativas, se desmovilizan. Por si fuera poco, estos partidos no acceden a toda la información hasta que gobiernan, lo que acentúa el desfase entre programa y acción real. Sobre todo, si no tienen una visión a largo plazo.

La trampa, en este sentido, es doble. Si gobiernan, pierden apoyo, pero si se niegan a gobernar también pueden ser penalizados. Su electorado puede percibir que su voto se desperdicia al no tener voluntad de coalición.

En definitiva, las coaliciones benefician sobre todo al socio mayoritario. Por eso, exploremos ahora por qué al PP le interesa, en clave nacional, sumar a Vox a su hipotético gobierno.

Lo que vimos en el caso español

Los tres principios anteriores se han cumplido en la experiencia reciente de España. Desde que se conformó la coalición PSOE–Unidas Podemos en noviembre de 2019, hemos visto casi todos los escenarios.

Pese a la pandemia, la economía creció razonablemente y Unidas Podemos logró una vicepresidencia. Pablo Iglesias la abandonó tras algo más de un año. El crecimiento económico y el reparto desigual de carteras dejó al socio minoritario con visibilidad limitada.

Aun así, la derrota del PSOE en las autonómicas y municipales provocó el adelanto electoral. Sumar, heredera de Podemos, intentó renovar la coalición. Lo consiguió (con margen estrecho) gracias a la mejora del PSOE y pese a que Sumar perdió 8 escaños respecto a UP.

Hoy, dos años después, el panorama ha cambiado. La corrupción golpea al PSOE y el bloque a su izquierda atraviesa un mal momento. Como marca la teoría, el desgaste alcanza a todos. El PSOE perdería hasta cinco puntos, y sus socios apenas rozarían el 10 %, mientras Vox se acerca al 20 %.

Si dentro y fuera de España los ejemplos muestran que las coaliciones benefician al partido mayoritario en el corto y medio plazo, ¿por qué cerrarse en banda?

Algunos analistas creen que este veto a Vox es un gesto hacia el votante moderado, una forma de captar electores de centro descontentos con la corrupción. Pero esta visión cae en el mismo error inicial: pensar solo en llegar a Moncloa, no en cómo gobernar después.

Lo que veríamos en 2027

Imaginemos dos escenarios posibles para 2027: con Vox dentro y fuera del gobierno.

En el primero, Feijóo logra la presidencia sin incluir a Vox en el Consejo de Ministros. Su electorado (el de Vox) se siente satisfecho porque hay un gobierno nuevo y su partido tiene alrededor de 50 escaños. El votante del PP, por su parte, espera que se reviertan los años del sanchismo.

No obstante, la legislatura arranca con un país que lleva desde diciembre de 2022 sin aprobar presupuestos. La vivienda, las pensiones y los compromisos internacionales en defensa exigen un nuevo marco presupuestario. Si Vox no forma parte del gobierno, no tiene obligación de apoyar los presupuestos. Y si los redacta solo el PP, difícilmente se parecerán a los que quiere Vox.

Podrían buscarse apoyos alternativos (PNV, Junts), pero eso colocaría al PP en la misma posición que Sánchez: ceder a los partidos periféricos para sacar su programa adelante. Además, complicaría el resto de leyes para las que Vox sería necesario en los siguientes 4 años.

Ese escenario podría bloquear la presidencia de Feijóo antes de empezar. Vox, por su parte, se reforzaría como única oposición real en la derecha y podría aspirar a liderar este bloque en unas nuevas elecciones.

Ahora bien, si Abascal es vicepresidente y Buxadé se sienta con Cuca Gamarra y Tellado en el Consejo de Ministros, todo cambia. Vox también necesitaría aprobar presupuestos para financiar sus políticas. Un acuerdo sería casi obligatorio y eso facilitaría la gobernabilidad.

Esta lógica se aplicaría al resto de asuntos, reforzando al socio mayoritario y recordando que gobernar no es solo llegar, sino mantenerse.

El error

Entendiendo cómo reaccionan los votantes ante las coaliciones, viendo el breve recorrido español en esta materia y la coyuntura que se avecina, el camino para el PP debería estar claro: mostrarse dispuesto a gobernar con Vox.

No se trata de abrazar abiertamente esa posibilidad, algo que podría incomodar al votante de centro. Bastaría con no cerrarla del todo. De hecho, es posible que el PP tenga que convencer a Vox para entrar en el gobierno.

En Génova parece que no lo ven así. Pero en Bambú, sí. Y por eso se salieron de todos los gobiernos autonómicos: porque ya han entendido lo que significa, de verdad, gobernar.

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por Jorge de Diego Hurtado

Como decía Paul Newman, graduado magna cum lager. Analista político y electoral. Comportamiento electoral, geopolítica y cine si me dejan. Hoy en Bruselas, mañana no lo sé

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